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El país de las sonrisas

El país de las sonrisas

Por: Sebastián Iguarán

El día era alegre, siempre alegre debido a la intoxicación constante del ambiente desde que las farmacéuticas habían encontrado el santo grial de la química cerebral: la Stropharina. Terrence, como todos los días, hacía lo mismo a modo de reloj; se levantaba con una sonrisa interminable debido al efecto del químico, tomaba una taza de café amargo, se bañaba y, siguiendo los estrictos preceptos del establishment, se preparaba para recibir su dosis de Estimulación Cerebral. Ese era el nombre con el cual habían apodado las catorce horas de trabajo continuo, que según ellos «eran por la salud de la gente de bien, la que progresa económicamente y mantiene su crédito en regla».

El punto de estimulación tenía la ventaja de que, desde el cataclismo, se había adaptado al hogar de cada célula hogareña. Una maravilla de las «tecnologías de opresión», como le decían los contrapartistas. Está era una habitación sencilla de blancas paredes, un reloj de satisfacción laboral expedida por el ministerio de Talento Humano (el cual despedía cada hora la dosis de manutención de Stropharina), el punto de teletrabajo y un cartel de: Trabaja para aumentar tu capacidad de deuda. «Excelente día para trabajar», pensaba Terrence. En tales tiempos, se trabajaba de domingo a domingo sin necesidad de descanso porque la deleitosa intoxicación permitía una productividad mantenida en los máximos estándares.

A la hora del receso, aparecieron alarmas replegadas en todos los Emisores de la Verdad:

La comuna 9 había sido atacada por los vándalos. Estos habían atacado las plantas de suministro en el sector y se presentaría una intermitencia en el riego de la Stropharina. Era tan grave que, sin siquiera haber bajado hasta un ochenta por ciento la concentración en el ambiente, a Terrence le empezaba a sudar las manos, su vientre se hacía un nudo, la presión arterial le subía y; subrepticiamente, experimentaba un nerviosismo, una preocupación intensa por el porvenir, la cual hacía mucho tiempo no experimentaba. Más precisamente, esta indisponibilidad del fármaco era un viejo episodio  de la época cuando el sistema apenas se estaba implementando.

A la tercera hora, cuando los niveles se encontraban por el 30%, el pánico cundía en la mente de los habitantes. La realidad se presentaba ante sí tal cual era: un absurdo monótono que carecía de todo lo prometido por el establishment. En tales circunstancias, el caos arremetía, entre los dolientes se encontraba la vecina que tanto apreciaba, la cual había nacido cuando el químico ya se dispersaba por la comuna, ella no pudo soportar la abstinencia del agradable Estado de Bienestar y había muerto al instante cuando su corazón sucumbió ante la ausencia del suministro. Así mismo, le había pasado a centenares ciudadanos del sector, sin embargo, Mkcenna (su apellido antes de la abolición de los lazos sanguíneos, después del cataclismo) había vivido un pasado, casi olvidado, cuando no existía la nueva era química.

Al tercer día, sin suministro del narcótico, la célula vital en la que vivía perdió todo su imagen de hogar, encontraba incómodo el extremo blanco de las paredes donde practicaba la Estimulación Cerebral, y lo que era un póster de ensueño se convirtió en un tétrico mensaje de dominación económica.  A su vez, los templados músculos maxilares se destensaron, la mente volvía a un estado basal y empezaba a tener recuerdos enterrados en el inconsciente. Aparecían flashbacks alrededor de su infancia, adolescencia y adultez, especialmente recordaba un momento de su vida: ¡Había descubierto la fórmula química de la Stropharina hace 20 años! Rememorar esto, lo hizo caer en cuenta de cómo la creación de este nuevo fármaco no sólo fue robado por la casa farmacéutica del establishment sino que, incluso, había creado la fórmula de la dominación inconsciente que actualmente llamaban Estado de Bienestar.

Terrence Mkcenna encontró ese día, escondido en el patio, el libro que alguna vez escribió en su juventud: “Manjar de los dioses”, un manifiesto coetáneo al descubrimiento de la droga. Allí rezaba: Esta nueva sustancia deberá ser usada para el regreso a la fraternidad arcaica con Gaia; por ello, será vivida como un arma contra el actual ego mercantilista dominante. Sin embargo, todo lo sucedido en retrospectiva fue lo contrario, el establishment había asimilado esta nueva tecnología química y el poder se había multiplicado. Mkcenna, mientras integraba estos recuerdos, se juraba a sí mismo apoyar a la destrucción de los suministros.

Al terminar la tarde, en el ocaso de los síntomas de la abstinencia al fármaco, Terrence firmaba con su antiguo apellido un mural: ‘nos han engañado: los químicos que nos podían liberar son la actual soga del control.’

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